Y no, no me refiero a la mascarilla quirúrgica que el covid19 ha puesto en nuestras vidas. Hablo de otro tipo de máscara. Del antifaz. De la careta. Sí, esa que a veces nos ponemos para protegernos, para que no nos hagan daño, para disimular nuestras inseguridades y falta de autoestima. Eso, póntela. No sea que vayas a defraudar. Que no cumplas con lo que se espera de ti. Con las expectativas de tus padres, amigos, jefes o pareja.

En el trabajo mi jefe suelta una gracia y sigo o continúo la broma, aunque no tenga mucho sentido para mí.

Como me asusta la intimidad y temo ser vulnerable o que me hagan daño, no permito que nadie se acerque demasiado. Me refugio en contactos sexuales anónimos. De usar y tirar.

Como temo ser la voz discordante en mi grupo de amigos, me amoldo a sus opiniones y acallo mis pensamientos, no vaya yo a crear un conflicto, discusión y empiecen a tratarme con hostilidad.

¿Te dicen algo todas o alguna de estas situaciones? ¿Te identifica a ti o a alguien que conozcas? Estos son sólo tres ejemplos de los muchos muchísimos que existen. De esas miles de situaciones en las que renunciamos a ser nosotros mismos, a mostramos tal cual somos. Por miedo. Por inseguridad. A no ser aceptados la mayoría de las veces.

Y ojo, no digo que haya que ir por la vida imponiendo cómo somos. Hay veces que no aporta nada o no contribuye a solucionar el problema. También hay que saber ceder y hacer concesiones. Está claro que vivimos en un marco social, donde hay unas reglas. Que en el trabajo y en la vida hay cosas que no son políticamente correctas y pueden hacer daño. Ahora bien, ¿cuál es el precio que pagamos por “adaptarnos”?

A menudo nos movemos más en el “aparentar” que en el “ser”. Las redes sociales son el perfecto ejemplo. Las fotos que subimos son aquellas en las que nos vemos guapos, atractivos, monos, llámalo X. Esto es lo fácil. Lo difícil sería subir una en la que no te veas tan bien, tan apañá o apañao.

Esto que hacemos, sin embargo, tiene un efecto inversamente proporcional en nuestra autoestima a los “me gusta” que recibimos. Porque, pasado el subidón de los 50, 70, 300 o 3000 likes tú te das cuenta de que “no es para tanto”. Es más, en muchas ocasiones, hasta es “irreal”, está todo preparado. Es una foto de un instante en una pose en la que sales bien. Pero eso no te hace verte mejor o creer más en ti. Posiblemente porque, para lograr esa foto, hayas tenido que descartar las otras 2732387 del carrete.

Normalicemos mostrar nuestra parte más íntima, nuestros sentimientos. Nuestra parte “rara”. Sólo desde la vulnerabilidad nos relacionamos con sinceridad y autenticidad. Desde la vulnerabilidad se abren conversaciones honestas y sinceras. La vulnerabilidad no es debilidad, es valentía porque hay que ser decidido para mostrarse, quitarse capas y dejar al descubierto quién eres realmente.

Cuando vamos de perfectos, de “tengo que saber”, “tengo que hacer” , “tengo que…” Nos desconectamos de los demás. Para poder conectar hay que ser uno mismo. Hay que atreverse a mostrarse tal como eres. Hay que ser auténtico y genuino porque la impostura se acaba notando.

El principal obstáculo que nos impide mostrarnos es la vergüenza, el temor a no ser aceptados o que nos rechacen si descubren quiénes somos realmente. O el tan famoso “qué dirán”. El problema es que muchos de nosotros asociamos vulnerabilidad con debilidad. Creemos que si los demás detectan esa debilidad, podrán lastimarnos. Y sí, puedes estar en lo cierto. Cuanto más te expongas, más probabilidades tendrás de todo: de perder y de ganar. De que te hagan daño o de que te den amor.

Detrás de esa capa de perfección que nos creamos, nos convencemos de que no nos quieren por cómo somos sino por lo que hacemos o tenemos. Algo que no tiene sentido, si lo piensas. Si me quieren por lo más o menos atractiva que me hace la ropa que llevo, el coche que uso, la casa que tengo, el dinero que gano, los favores que hago, la lealtad que muestro, las opiniones que suscribo… Si piensas que la gente te quiere por eso, vas a seguir actuando por y para complacer al resto, independientemente de lo que tú quieras o no hacer. Y eso es pagar un precio muy alto. En tu autoestima, sobre todo.

Es maravilloso poder ayudar a los demás si eso te hace sentir bien. O defender a quien te importa si es un valor importante para ti. O dar la razón a tu jefe si crees que la tiene. El problema es hacer eso como un medio para conseguir su aprobación o por el miedo que te genera no hacerlo, por el temor a “perder algo”. Al amoldarte, no puedes de ninguna manera atraer personas a tu vida que te valoren por lo que eres porque no te estás dando a conocer realmente. No se sabe muy bien quién eres. Hay ambigüedad. Sí pero no. Y eso genera desconfianza.

Cuando te relajas, te das a conocer y las relaciones fluyen de otra manera. Puedes estar a gusto estando porque sabes que te quieren por lo que hay. Te olvidas de interpretar papeles ni adoptar roles. Te olvidas del “qué dirán”. Eres tú. En todas tus versiones. Alegre y triste. Natural y haciendo el ridículo.

Remember: Perfection is boring.